Ella estaba de espaldas, sola, sentada en la barra de madera del
lúgubre y decadente bar de carretera al que iba todas las semanas a retraerse.
La escasa y tenue luz iluminaba sutilmente el brillo de su larga melena
ondulada, bajo la cual se adivinaba la curva de su cintura a la que seguían sus
sinuosas caderas, prominentes, rabiosamente femeninas. Llevaba el vestido
granate. Ajustado desde los codos a las rodillas con un poco de encaje en la
espalda. En sus manos sostenía un cigarro mientras bebía de un botellín de
cerveza belga. Regalaba su enigmática mirada de color miel al infinito de sus
pensamientos, siempre indescifrables, velados. Su semblante siempre era serio,
sobrio y en cierto modo, taciturno.
Habría a su alrededor unas 90 o 100 personas. Todas ellas ajenas a
la belleza de sus gestos, de sus ojos, de sus labios, de sus manos... Ajenas a
lo bello de su existencia. De su inusitada y sorpresiva pueril sonrisa. Él se
preguntaba cómo ese hechizante atractivo de semejantes virtudes tenía la
capacidad de crear un aura de vacío a su alrededor llegando a pasar, casi,
desapercibida.
Pero allí todos sabían de su misantropía, de su aversión hacia
toda aquella persona que no despertase en ella interés o curiosidad alguna.
Muchos eran los que habían intentado seducirla llevándose el
silencio y el desprecio de la indiferencia por respuesta. Pero también sabían
que si te miraba a los ojos, si tú eras capaz de mirarla a los suyos, ya no
escaparías jamás.
Solo había ocurrido un par de veces en ese lugar. Una de esas
personas era el barman más veterano, un señor de mediana edad con un prominente
bigote, pelo canoso y barriga descuidada con quien mantenía largas y
trascendentales conversaciones que en ocasiones, pero pocas, habían conseguido
suscitar esa reservada y codiciada sonrisa.
El Barman era, en apariencia, un tipo sociable y elocuente. Tenía
unos perspicaces ojos oscuros y un afilado y mordaz sentido del humor que
brotaba solo en contadas ocasiones.
La otra persona era un hombre que vino una sola vez y esa misma
noche consiguió cruzar la línea de la mirada y la sonrisa sin denuedo aparente.
Era músico de la banda country que ensayaba algunos jueves en el local de al
lado. Nadie allí sabe qué pasó después.
Después de pedir su segunda cerveza comenzó a sonar "Joy of my life" de John Fogerty. El barman sabía que por algún extraño motivo,
escuchar a Fogerty la ponía triste, así que sin mediar palabra le puso dos
vasos vacíos delante, cogió la botella de Jack Daniels y puso una medida en cada
uno. Ella, con una fingida y resignada evasiva lo miró, le regaló su sonrisa,
levantaron los vasos y se lo bebieron de un trago. El barman se dispuso a
rellenar los vasos de nuevo, pero este trago tendría que esperar, a fin de
cuentas él estaba trabajando, así que fue a atender a una pareja que lo
reclamaba al otro lado de la barra.
Ella bebió un trago de cerveza y escuchó abrirse la puerta del bar
a sus espaldas. Por algún inexplicable motivo levantó la mirada y se quedó
mirando al frente hasta que escuchó la puerta cerrarse de nuevo. Cruzó una
breve pero ávida mirada con el barman y se estremeció.
Notó como un escalofrío recorría su espina dorsal. Cerró los ojos,
respiró hondo y entonces lo supo. No lo había visto entrar, pero sabía que era
él.
Sus pensamientos rogaban por levantarse y huir de aquel lugar, sus
sentimientos por cometer un error, pero su cuerpo no hizo caso a unos ni a
otros. Se quedó rígida, tan sólo moviendo su cabeza en sentido descendente,
acompañada por su mirada, que trataba de refugiarse y atravesar aquella barra
que le mantenía aparentemente erguida. Sintió cómo el corazón trataba de tirar
de ella hacia el suelo, las manos se le empaparon y por un instante dejó de ser
la mujer en la que se había convertido.
Un paso, una eternidad, otro paso, medio segundo… El tiempo se
distorsionó y aquellas zancadas se convirtieron en un arrítmico repiqueteo
sordo. El sonido opaco al contacto con la madera del suelo, que emitió la funda
de una guitarra, le sobresaltó y consiguió recomponerse. Sin embargo, él ya
estaba a tan sólo un metro suyo. Consiguió moverse, pero no en su dirección.
Hizo rodar el taburete y le dio la espalda, se sentía incapaz de enfrentarse a
los confusos ojos de los que había bebido tiempo atrás.
Oyó su voz, y a pesar de no entender qué decía, supo que había
pedido ginebra, siempre fue su bebida, aunque ella la odiaba, a menudo se mofaba
de él por eso, la ginebra era para perdedores.
Un golpe del vaso contra la barra y pasos de nuevo. Lo vio pasar
por su lado para dirigirse a la pequeña tarima que hacía de escenario, y apenas
consiguió darse la vuelta de nuevo antes de coincidir del todo con él. Seguro
que le había reconocido, seguro que sabía que estaba allí, pero seguía sin
sentirse capaz de desaparecer de aquel lugar.
Pidió otro wiski, esta vez no esperó a que el barman se apiadase
de ella, no obstante, su mirada condescendiente le confirmó que ya esperaba su
petición.
El rasgueo de la guitarra fue un puñal en su estómago. Se limitó a
mirar su vaso, tratando de parecer más triste de lo que estaba, colocándose la
máscara de nostalgia que supuestamente debía llevar, pero no era nostalgia lo
que sentía, era rabia. Las jugadas de la vida le habían hecho ser una mujer de
apariencia fría, sin embargo, sus sentimientos le habían destrozado la voluntad,
y vagaba por ella esperando a que llegase un fulgor, un destello de magia,
pedazos de lo que creyó ser en el pasado, pero nunca fue. Sentía rabia, sentía rabia por cruzarse con
su ayer y no ser capaz de enfrentarse a él. Pero allí seguía, sentada, tensa,
cada vez más encorvada, más pequeña y más indignada consigo misma.
Un breve silencio fue el preámbulo del inicio de la canción. Hacía
años que no escuchaba aquella guitarra, los mismos que no le escuchaba cantar.
Sabía que hacerlo ahora iba a tener sus consecuencias, pero allí se quedó con
sentimientos encontrados, deseando volver a escucharle y deseando romper la
guitarra.
Escuchar su voz era reprocharse los años perdidos, pero era
incapaz de dejar de torturarse de ese modo. Así que se dejó llevar y puso
atención a la letra, que poco más podía aportar a aquellos ya melancólicos
acordes. Sentía que se disponía a recibir el castigo que se merecía por haber
renunciado a él.

En ese mismo momento y casi como por una especie de magia extraña
se levantó, esbozó una sonrisa, miró a su alrededor y se puso a bailar con el
resto de la gente. Y fue libre.
Vanessa Supertramp & Aina Martí Guañabens
07/02/2018
Vanessa Supertramp & Aina Martí Guañabens
07/02/2018
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